miércoles, 8 de octubre de 2008

ESPEJO

Una mañana la vi desde el balcón de mi casa, estaba con la mirada perdida en algún punto del paisaje. Me pareció que se sentía tan sola como yo. Me miró porque se dio cuenta que la miraba, mi sonrisa se reflejó en sus labios y me volvió con fuerza.
Luego de trazar una línea recta desde mis ojos hasta los suyos con un ademán la invité a subir. Subió sin preguntar. Tampoco yo pregunté nada, ni siquiera su nombre, nunca me importó. Desde que atravesó mi puerta no volvió a irse.
Había terminado con su soledad y ella con la mía. Mis risas eran las suyas, sentía su voz salir por mi boca, llegó a quererme tanto como yo a ella. Pero con el tiempo la monotonía nos devolvió la soledad, que quizás sean la misma cosa.
El problema era que ella me quería sólo porque yo la quería a ella, era como el reflejo de mi alma, jamás tomaba iniciativas, nunca tuvo criterios; sólo me besaba si la besaba; sólo se desnudaba cuando la miraba con lascivia; sólo estaba conmigo porque yo estaba con ella. El hartazgo me invadió por completo y empecé a despreciarla, y de igual forma, ella también lo hizo.
Una mañana igual a la que había llegado le dije que se largara sin importarme donde, por hacerle algún mal, pero ella se quedó, por hacerme mal también. Abrí la
puerta y le señalé la salida para que se fuera de mi vida para siempre, pero no quiso salir. Tomándola de los brazos la quise arrastrar hacia afuera pero era imposible, tenía tanta fuerza como yo. La tomé del cabello y estampillé en su rostro puñetazos impíos y se dibujaron en el mío grandes círculos violáceos, la tomé del cuello y estrujándola con rabia nos empujamos hasta el balcón, y cuando me sentí ahogado y con ansias desesperadas por respirar la arrojé con todas mis fuerzas al vacío.
Esa mañana igual a la que había llegado me encontraron muerto, tirado en la vereda boca abajo, dijeron que me había arrojado desde el balcón de mi casa.

FERNANDO A. ACOSTA (FORMOSA)

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